Interceder es, según la RAE, "hablar en favor de alguien para conseguirle un bien o librarlo de un mal", y la primera lectura que la liturgia nos propone hoy comienza diciendo que "Jesús puede salvar definitivamente a los que se acercan a Dios por medio de él, pues vive siempre para interceder a favor de ellos" (Carta a los Hebreos 7, 25 - 8,6).
El autor de Hebreos no está hablando de una salvación parcial o temporal, sino de una salvación completa y eterna. Esto nos lleva a reflexionar sobre la profundidad del amor de Dios, quien no solo envió a su Hijo al mundo, sino que ahora lo mantiene vivo para siempre en el cielo, intercediendo continuamente por cada uno de nosotros.
La intercesión de Cristo: un puente que nunca se quiebra
En el contexto del sacerdocio judío, los sacerdotes eran mediadores entre Dios y el pueblo, pero su función estaba limitada por su humanidad y mortalidad. Sus sacrificios eran provisionales y no podían alcanzar la plenitud de la redención. Jesús, en cambio, es el puente definitivo entre la humanidad y el Padre. Su sacrificio en la cruz, hecho "de una vez para siempre", rompió las barreras del pecado y abrió para nosotros el camino al cielo.
Nunca estamos solos en nuestras luchas. Él conoce nuestras debilidades, nuestras heridas, y nuestras limitaciones porque las vivió en su humanidad. No es un intercesor distante, sino un mediador cercano, que permanece junto al Padre presentándole nuestra vida, nuestras súplicas y nuestras necesidades.
La intercesión de Jesús nos anima a confiar, porque Él siempre presenta nuestras oraciones y nuestras vidas al Padre como algo valioso. Nos llena de esperanza, ya que no hay pecado ni problema que Él no pueda sanar con su salvación. También nos invita a vivir como verdaderos hijos de Dios, esforzándonos por ser mejores, rezar más y servir a los demás. Jesús está siempre a nuestro lado, recordándonos que nunca estamos solos y que podemos vivir en comunión con Dios, mostrando con nuestra vida su amor y su salvación.
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